Loosing

Un proyecto presentado en las siguientes exposiciones:

· Histórias de Mapas Piratas e Tesouros. Curaduría de Eduardo Brandão.
Itaú Cultural, São Paulo. 21 de octubre a 19 de diciembre de 2010.

· Fotográfica Bogotá. Galería Santa Fe, Bogotá.
4 de octubre al 16 de noviembre de 2007.

· Pratt Institute, Nueva York. Proyecto de tesis – MFA
19 al 23 de marzo de 2007.

Preámbulo

¿Qué tanto sabemos de las cosas que nos rodean? ¿Qué tanto sabemos sobre los nombres comerciales con los cuales se denominan? Puede que ya sea común saber que Nike (en español Niké), fue la diosa del triunfo para los griegos, o que el nombre Marlboro utilizado para denominar una marca de cigarrillos derivó tanto de la Gran Calle Marlborough en Londres (locación de su fábrica inicial en Inglaterra antes de trasladarse a la planta central de Philip Morris en Richmond, Virginia, Estados Unidos), como de John Churchill, primer duque de Marlborough (1700). No obstante, aún es amplio el desconocimiento que tenemos sobre la razón de existencia y el contenido mismo de buena parte de los nombres comerciales (incluso genéricos) que continuamente consumimos.

Más allá de lo puramente etimológico, conocer las fuentes de los nombres comerciales que nos rodean, o simplemente entender su significado, nos puede proporcionar una información significativa antes de aceptarlos y consumirlos. En algunos casos, nombres conocidos de marcas comerciales esconden un origen obtuso o una conexión cuestionable que puede llegar a ofender religiosa, social, cultural o racialmente al individuo que las consume. Los estudios críticos de la historia reciente de las marcas y el mercadeo (como símbolos modernos y táctica de comunicación visual), pueden revelar algunas inconsistencias o efectos negativos.

Por ejemplo, la figura del colonizador, el esclavo, la mujer, el nativo o el campesino, por sólo mencionar algunas, en las décadas recientes han sido criticados como figuras estereotipadas, excluyentes y segregativas. Tales personajes han sido usados como “fachada” humanizada para todo tipo de elementos comerciales, emblemas nacionales o propagandas políticas, siendo éstos complejas fabricaciones simbólicas que sirven como sustitutos efectivos de lo real. En adición a esto, la escogencia de nombres que sirven para rotular un producto no obedece estrictamente a una relación de contenido, sino a su resonancia sonora y fácil recordación, lo cual afecta su significado original. Piénsese por ejemplo en Rambo, personaje del cine cuyo nombre deriva de Rimbaud.

En un contexto local, el personaje femenino que representa una reconocida marca de blanqueador ha sido empleado como una figura de raza negra que evidencia una tradición visual que simpatiza con la herencia esclavista y de servidumbre de tal raza. Ya en un contexto foráneo, otro personaje, también de raza negra (e igualmente mujer), representa a una emblemática marca de mezcla para hacer pancakes y otros productos alimenticios. En este segundo caso, el cambio reciente de apreciación sobre las “minorías” y grupos raciales diferentes al blanco, ha servido de presión para que se modifique la imagen de dicha mujer con el paso del tiempo. Si a principios de siglo era clara la referencia esclavista (la primera modelo empleada por la compañía que desarrolló este negocio fue esclava), a partir de los años cincuenta, dicha modelo cambia paulatinamente de look, alejándose de la representación doméstica de una cocinera negra rolliza, para convertirse en una mujer refinada y esbelta (con cabellera alisada y sin pañoleta), que bien puede representar a un ama de casa o a una persona económicamente independiente.

Son muchos los casos en los cuales podemos ver un manejo complejo y paradójico de la identidad visual de los productos comerciales. Roland Barthes, en su escrito El Mito Hoy (2003), hace referencia a las paradojas visuales que pueden llegar a desdibujar y tornar complejas las nociones entre significante y significado. A propósito de un ejemplar de Paris-Match de junio de 1955, Barthes comenta:

Estoy en la barbería y una copia del Paris-Match me es ofrecida. En la portada, un joven negro vestido con uniforme militar francés saluda con su mirada fija hacia arriba, probablemente dirigida a los pliegues de la bandera tricolor. Tal es el sentido de la imagen. Sin embargo, así sea mi apreciación ingenua, percibo lo que esta imagen significa para mí: que Francia es un gran imperio, que todos sus hijos, sin distinción de color, sirven fielmente bajo su bandera y que no hay mejor prueba a los detractores de un pretendido colonialismo que la pasión de este negro en servir a sus “supuestos” opresores. (Barthes, 2003: 50)

Para Barthes, el caso de la portada de la revista francesa presenta “un sistema semiológico amplificado”, en el cual el significante mismo ya presenta un sistema previo, en el que “un soldado negro hace el saludo” sirve como significante, y el sentido de francesidad y militarismo sirve como significado. Tal como anota Barthes, hay una “presencia” del significado a través del significante. En otras palabras, el significante ya es una entidad compleja y compuesta. La fotografía impresa en la portada del Paris-Match no es una imagen simple, y su contenido a priori ha sido construido con elementos nacionales, militares, raciales y colonialistas. En consecuencia, el significado de esta imagen es el producto de un sesgo ideológico preestablecido.

El análisis del ejemplo que Barthes plantea a propósito de la portada del Paris Match, sirve para aclarar un elemento importante de su desarrollo teórico en torno al mito. Aun cuando este no sea el momento para revisar con amplitud este aspecto del escrito de Barthes —o aunque el propósito de este escrito esté más ligado al concepto de leyenda—, es relevante mencionar que, en un sistema semiológico complejo, la dupla de significante y significado es limitada. De modo que, como propone el autor, entre estos dos términos se presenta una correlación que da origen a un tercer término. Según Barthes, el significante en el mito puede ser considerado como “término final del sistema lingüístico o como término inicial del sistema mítico”. El autor hace énfasis en la correlación entre significante y significado, tanto en el plano de la lengua, como en el mito, y de acuerdo a la manera como lo propone, de la correlación entre significante (sentido) y significado (concepto) se genera el “signo”. En el caso del mito, de la correlación entre el significante (forma) y el significado (concepto) se genera la “significación”. En el caso del mito, Barthes no emplea la palabra signo, en razón de que el significante “se encuentra formado por los signos de la lengua”.

El planteamiento de Barthes es útil para entender que el mensaje que proyecta un producto comercial o una institución no es estrictamente estable e inequívoco, y que el entendimiento y aceptación de sus contenidos por parte del público no es necesariamente parejo. Por el contrario, los contenidos que emiten dichos productos e instituciones son fabricaciones complejas y en ciertos casos sesgadas por motivos ideológicos. Este sesgo es al parecer necesario para controlar la variable interpretación del público y su posible cuestionamiento. El temor a la pluralidad y la necesidad de vigilancia de los contenidos que son del dominio público, conlleva a que dichos productos comerciales e instituciones simplifiquen las interpretaciones de sus mensajes, pues esto protege ideológicamente sus agendas. Como bien lo ha demostrado el realismo socialista, es más sencillo simplificar el contenido de los mensajes y el lenguaje visual que éste emplea para difundir socialmente la ideología política, que elevar la formación visual de la sociedad. De ahí que los regímenes que han adoptado el realismo social dentro de su agenda política se resistan a las posibilidades de un arte no representacional.

La leyenda hoy

Una especie de curiosidad etimológica me llevó a trabajar con una leyenda precolombina, en conexión con elementos de consumo norteamericanos que encontré luego de iniciar mis estudios de maestría en Nueva York. En el caso de esta leyenda, se puede decir inicialmente que se ha convertido en uno de los rituales más intrigantes provenientes de la América prehispánica.

En relación con los propósitos de los elementos que componen mi propuesta —desarrollada a través de las múltiples manifestaciones de esta leyenda—, es importante mencionar que están relacionados con las apropiaciones que de la leyenda original han realizado tres contextos diferentes: la empresa automotriz norteamericana, la industria cinematográfica de Hollywood y la poesía norteamericana del siglo XIX. Todos los contextos anteriormente mencionados padecen de una misma falencia: representar sin verdadera profundidad y análisis el efecto deslumbrante de la narrativa indígena original —la ciudad con unas fuentes interminables de oro y un gobernante conocido como El Dorado.

La leyenda de El Dorado (comúnmente escrita en inglés Eldorado), es sin duda la leyenda más notoria relacionada con el proceso de descubrimiento y conquista de América durante el siglo XVI por parte de los exploradores europeos. La leyenda, relacionada con el cacique Guatavita, personaje que cubría su cuerpo con polvo de oro y hacía parte central de una ceremonia sagrada en la laguna del mismo nombre, tiene al menos dos posibles orígenes: el primero, relacionado con las crónicas de Indias realizadas por Alonso de Zamora y Juan de Castellanos, quienes asocian la leyenda con la cacica Guatavita. Según esta narración “el cacique descubre la infidelidad de su esposa y, lleno de ira, hace sacrificar al amante. Cuando ella descubre el crimen se sumerge con su hija en la laguna, donde vive con un dragoncillo y periódicamente emerge como vocera de tragedias o buenas nuevas” (Museo del Oro, 2004). Esta versión de “lógica renacentista” —a propósito de esta interpretación de la leyenda, en fuentes posteriores basadas en las crónicas de Zamora y Castellanos, se añade la presencia de un castillo en la profundidad de la laguna— “no concuerda con las mitologías indígenas actuales, donde las ofrendas colocadas en rocas, montes y lagunas buscan propiciar el equilibrio del mundo” (Museo del Oro, 2004).

El segundo y más aceptado origen de la leyenda de El Dorado fue compilado —entre tantos otros eventos ocurridos entre el proceso de colonización y mediados del siglo XVII— por el cronista Juan Rodríguez Freyle en El Carnero [1635]. La versión de Rodríguez Freyle afirma:

…en aquella laguna de Guatavita se hiciese una gran balsa de juncos, y aderezábanla lo más vistoso que podían… A este tiempo estaba toda la laguna coronada de indios y encendida por toda la circunferencia, los indios e indias todos coronados de oro, plumas y chagualas… A este tiempo desnudaban al heredero en carnes vivas y lo untaban con una liga pegajosa, y rociaban todo con oro en polvo, de manera que iba todo cubierto de ese metal. Metíanlo en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios. Entraban con él en la barca cuatro caciques, los más principales, aderezados de plumería, corona, brazaletes, chagualas y orejeras de oro, y también desnudos, y cada cual llevaba a los pies su ofrecimiento… Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro y esmeraldas que llevaba a los pies en medio de la laguna, seguíanse luego los demás caciques que le acompañaban. Concluida la ceremonia batían las banderas que todo el tiempo que se gastaba en el ofrecimiento las tenían levantadas, y partiendo la balsa a la tierra comenzaban la grita, que duraba hasta que el cacique abordaba de nuevo, que se repetía con corros de bailes y danzas a su modo… De esta ceremonia se tomó el nombre de El Dorado tan celebrado y que tantas vidas y haciendas ha costado… (Rodríguez Freyle, 1926)

La difundida descripción de Rodríguez Freyle y los rumores entre exploradores europeos sobre una celebración que involucraba a un individuo cubierto de oro, así como un lugar con incontables recursos auríferos, generó una insaciable búsqueda, que comprometió tanto el actual territorio colombiano como gran parte de Suramérica, Centroamérica y las Antillas. Incluso, la voz El Dorado/Eldorado, llegó a asociarse con toda fuente de riquezas americanas (en especial las minerales), llegando así a territorios como el norteamericano, donde la fiebre del oro (Gold Rush) en California durante 1848 y 1855 llegó a asociarse incluso con la leyenda de El Dorado.

Históricamente, la búsqueda aurífera por parte de múltiples misiones europeas, durante el descubrimiento y conquista de América, diezmó a los nativos, quienes se esforzaban por proteger sus tierras y agotaron la insistencia de los exploradores por encontrar recursos ilimitados que sirvieran tanto como trofeo para obtener posiciones privilegiadas en el Nuevo Mundo, como para servir de soporte a las economías monárquicas europeas. Gonzalo Jiménez de Quesada, por ejemplo, quien fue uno de los conquistadores más ricos de su tiempo, luego de saquear las riquezas de los chibchas (sus tierras producían alrededor de 14.000 ducados al año), pensó que encontrar El Dorado sería el soporte suficiente para convertirse en el Tercer Marqués del Nuevo Mundo, luego de Hernán Cortés y Francisco Pizarro (Naipaul, 2003). La fascinación por el oro fue tan grande, que una leyenda originada en una pequeña comunidad muisca se difundió rápidamente por el territorio americano. Entre las comunidades indígenas de los actuales México, Perú y Colombia, fueron comunes los relatos referentes a grandes riquezas de oro escondidas en medio de la selva. No obstante, en el caso particular de la pequeña comunidad muisca de los Guatavitas, el oro era obtenido por intercambio con otras comunidades. La sal, en ciertos casos, podía ser más valiosa que el oro.

En el caso particular de los españoles, quienes fueron los más involucrados en la búsqueda de El Dorado, éstos debieron sentir una enorme desilusión al entender que no había un Dorado real, y que tampoco existía una “Ciudad de Oro” o un tesoro escondido de un soberano nativo. La riqueza debía ser obtenida de otro modo. En el caso del oro, países como los actuales Guyana o Brasil guardaban depósitos enormes de este metal, que serían explotados siglos más tarde. La tierra debía ser trabajada para la extracción de su riqueza y no a través de la intimidación y el sacrificio de las comunidades nativas.

Sobre Loosing

Titulé Loosing mi proyecto de Maestría. El aparente error gramatical en el título —el verbo to lose (perder) se escribe en ocasiones con doble o, aunque es un error gramatical— tiene como finalidad aludir tanto al error ortográfico (recuérdese Eldorado) como al verbo to loose/loosed, que significa debilitar, soltar, desconectar, desajustar. El uso del gerundio loosing pretende entonces aludir a algo que continúa perdiendo su exactitud; que continúa debilitándose, desenganchándose, perdiendo su molde o forma original.

En este proyecto desarrollé una serie de piezas que sirven como parangón entre la leyenda original de El Dorado y tres fuentes que tangencialmente se conectan con la leyenda: la película de Howard Hawks titulada El Dorado de 1968, estelarizada por Robert Mitchum y John Wayne; el poema Eldorado, de Edgar Allan Poe, escrito en 1849; y el automóvil Cadillac Eldorado, producido entre 1953 y 2002. Tanto la película y el poema como el automóvil, son una referencia distorsionada y algo absurda de la leyenda de El Dorado.

El Dorado, 1849. Edgar Alan Poe

“Gaily bedight,
A gallant knight

In sunshine and in shadow,
Had journeyed long,
Singing a song,
In search of Eldorado.

But he grew old—
This knight so bold—
And o’er his heart a shadow
Fell as he found
No spot of ground
That looked like Eldorado.

And, as his strength
Failed him at length,
He met a pilgrim shadow—
“Shadow”, said he,
“Where can it be—
This land of Eldorado?”

“Over the Mountains
Of the Moon,
Down the Valley of the Shadow,
Ride, boldly ride,”
The shade replied, —
If you seek for Eldorado.”

La película de Hawks es un western mediocre, con una actuación igualmente mediocre de sus actores (John Wayne, Robert Mitchum, James Caan, entre otros). Situada en un pueblo de nombre El Dorado, posiblemente derivado del condado de California del mismo nombre. Aparte de este índice geográfico, en un contexto dominado por pistoleros, sólo un par de versos del poema Eldorado, de Poe (autor no referenciado en la película) y recitados por el personaje interpretado por James Caan, así como una corta referencia a una mina de oro, son las únicas conexiones o referencias con la leyenda original.

Es muy probable que el “galante caballero” (A gallant knight), citado por Poe haga referencia al explorador inglés Sir Walter Raleigh, quien a finales del siglo XVI llegó a la isla de Trinidad para situar su “base central”, en la que daría inicio a la búsqueda infructuosa de El Dorado. Raleigh es una figura similar a la de Lope de Aguirre, uno de los exploradores españoles más enérgicos en la búsqueda de El Dorado.

El famoso Cadillac Eldorado fue un automóvil destinado a ser el vehículo más costoso y opulento de la historia de la compañía. Según es sabido, su nombre fue propuesto para una exposición automotriz en 1952, con motivo del aniversario de oro de Cadillac. Dos versiones explican el origen del emblemático nombre: la primera es que, internamente, la empresa realizó un concurso para la selección del nombre para el vehículo. Una secretaria del departamento de mercadeo ganó el concurso al aludir a las “legendarias” riquezas de fabulosos monarcas en algún lugar de América del Sur, o de las expediciones en el Orinoco por Sir Walter Raleigh en busca de El Dorado. La segunda fuente se relaciona con el nombre de un resort ubicado en California y preferido por los ejecutivos de Cadillac: Eldorado Country Club. Sea cual sea el origen del nombre, fue empleado inicialmente para una edición limitada de un concept car convertible (disponible en colores Rojo Azteca, Blanco Alpino, Azul Celeste y Ocre Artesanal), que entró, luego de su éxito, a la línea de producción en 1953 (Wikipedia, “Cadillac Eldorado”).

La intención inicial de mi proyecto fue la de mezclar la imagen de la balsa muisca (figura de ofrenda) en oro (600 d.C.-1600 d.C.) con una serie de imágenes del Cadillac Eldorado. Con el principio de un tejido liso o de tafetán, mi idea fue combinar —sin fusionar— dos imágenes simultáneamente: la imagen del automóvil servía de trama y la imagen de la balsa de urdimbre. Al ser tejidas estas dos imágenes, se generaba una especie de “tercera imagen” que impedía ver en detalle cualquiera de las dos imágenes. Para este fin, escribí inicialmente al Museo del Oro para obtener una imagen de la balsa muisca en alta resolución. Logré contactar por correo electrónico a una funcionaria encargada de estos asuntos, quien me pidió una explicación detallada de mi proyecto, para presentarla posteriormente a un comité. Luego de días de no recibir respuesta, y habiendo ya enviado la descripción del proyecto, decidí escribir de nuevo, para saber si el Museo del Oro podía colaborarme o no. La respuesta que recibí de la funcionaria fue muy negativa y explicaba que no era posible que el Museo me ayudara, pues hacerlo atentaba contra uno de los símbolos culturales más importantes de Colombia. La funcionaria añadía que si fuese en otras condiciones, como presentar el proyecto personalmente (posibilidad no viable para mí en aquel momento), podrían darme “eventualmente” la oportunidad de revisar su decisión.

A dicho mensaje respondí que me resultaba ilógica su explicación pues, si se piensa en los proyectos que ha desarrollado Nadín Ospina, en los que involucra referentes prehispánicos y de la cultura popular foránea (proyectos expuestos incluso en el Banco de la República), donde el enfrentamiento entre las tradiciones indígenas de la alfarería y la orfebrería con la cultura del consumo ha sido la base de la propuesta creativa del artista por más de quince años, es ilógica una reacción tan negativa a una propuesta que busca señalar el modo en que la cultura norteamericana apropia tan arbitrariamente valores culturales de diferentes orígenes. Si es posible un parangón con la obra de Ospina —que no ha presentado mayor polémica al respecto, más bien una alta aceptación—, mi propuesta era enfrentar dos entidades disímiles (una pieza de orfebrería indígena y un automóvil norteamericano) que parten de un mismo origen: la leyenda de El Dorado. Mi interés era mostrar cómo un “vehículo” como la balsa Muisca se “transforma” en un vehículo como el Cadillac. Es posible que un Mickey Mouse, un Goofy (Tribilín) o un Mazinger sean, a ojos del Museo del Oro, más tolerables que el vehículo ya mencionado.

Es claro que una institución como el Museo del Oro en Colombia deba proteger su colección y controlar los diferentes usos que se hagan de ella, desde la reproducción misma de imágenes de sus piezas en todo tipo de impresos, hasta réplicas de las mismas con fines comerciales. No obstante, hay un límite difuso en términos de lo que se puede o no reproducir serialmente; con o sin fines establecidos por un museo. Basta ver en cualquier “tienda de museo” o en tiendas de souvenirs artesanales en Colombia la numerosa oferta de reproducciones visuales, réplicas y adaptaciones de objetos artísticos y de origen precolombino. Al final son muchos agentes, incluida la misma institución museal, quienes se benefician de la venta de dicha mercancía. Ahora, el caso de proponer un uso diferente al de reproducir de manera “correcta” una pieza valiosa en la colección de un museo puede generar una confusión sin precedentes, pues se sale de las “normas” habituales de reproducción —si es que las hay. Vale la pena recordar lo que Douglas Crimp anota sobre la relación entre el museo y la arqueología:

El museo, así como las preguntas a las que trata de responder, depende de la epistemología arqueológica. Sus pretensiones representacionales e históricas se basan en una serie de suposiciones metafísicas acerca de los orígenes, pues después de todo, la arqueología se propone ser una ciencia de los arches… Los orígenes arqueológicos son importantes de dos maneras: cada artefacto arqueológico tiene que ser un artefacto original y estos artefactos originales deben, a su vez, explicar el “significado” de una historia subsiguiente más amplia. (Crimp, 1985: 81)

Para el Museo del Oro y para la funcionaria que lo representa en este caso, la negativa se apoyó en el origen nativo de la balsa muisca y su significado “metafísico” y cultural. Ahora bien, si se piensa en la serie de productos comerciales nacionales que han tenido como referencia la leyenda de El Dorado, desde jabones y colchones, hasta borradores e imanes para la nevera que están a la venta en la tienda del Museo del Oro, es incongruente el modo en que dicha funcionaria “protege” uno de los símbolos precolombinos que más formas y significados ha tomado en Colombia. En este orden de ideas, no es lejano el caso en el cual Fernando Botero decidió contrarrestar la producción indiscriminada de artesanías basadas en sus obras. Según los abogados de Botero,

…no es honesto el trabajo de quien se lucra con el esfuerzo ajeno. El humilde artesano, como se le quiere presentar, reproduce las obras del maestro Botero, porque gracias al prestigio de éste y la calidad de la obra, encuentra un mercado donde comercializarlas y obtener un provecho económico, que es ilícito. (Castro, 2002)

Pese a que Botero ha propagado su firma y elementos alusivos a su obra (agendas, mugs, mouse-pads entre otros souvenirs de museo) en buena parte de las tiendas de los museos en Colombia, e incluso ha llegado a consentir que su firma se ubique tanto en un avión de una aerolínea en Colombia como en vagones del metro de Medellín, resulta irónico que este artista sienta que su producción artística y ganancia económica pueda ser perjudicada por la producción artesanal que imita su obra. De modo similar, pretender que un proyecto artístico que se concentra en un objeto de origen precolombino puede llegar a atentar contra los valores culturales nacionales, está fuera de proporción.

En definitiva no busqué llegar a una discusión mayor con el Museo del Oro. La distancia no hacía fáciles las cosas y por lo general, la presencia personal en este tipo de situaciones —e instituciones—, puede ser más efectiva que los mensajes por correo electrónico. Mi correo en respuesta no fue contestado, así que continué el proyecto de entretejer las imágenes, pero sólo con automóviles. El resultado, aunque se alejó de la propuesta inicial, dio un giro interesante. Las imágenes no eran fácilmente “leídas”, dado que el efecto cuadriculado del tejido fragmentaba ambas fotografías. La elaboración mental de una “tercera imagen” variaba de persona en persona. Así pues que llegaba a una idea similar a la inicial: “fabricar” una serie de imágenes que presentaran una realidad confusa y poco evidente de un mismo objeto. En el caso de El Dorado, las múltiples representaciones e interpretaciones del mismo, así como la evolución e incluso distorsión del ritual y leyenda original han resultado con el paso del tiempo en múltiples fabricaciones. En cuanto a la localización misma de El Dorado, nunca se llegó a un lugar específico.

El Dorado ya no era en este caso el inicial, era una versión norteamericana del mismo (Eldorado). La imposibilidad de trabajar con la imagen de la balsa me obligó a trabajar con El Dorado generado por el contexto en el que me encontraba.

Después de terminar una serie de cinco imágenes tejidas, decidí involucrar la película de Hawks con el Cadillac Eldorado. Para este fin, fabriqué un diorama de un autocine en el que colocaba un modelo a escala del automóvil. El encuadre, invariable y desolado, presenta una escena nocturna en la cual se proyecta la película de Hawks en una pantalla. El vehículo no tiene tripulantes y lo único que se encuentra en movimiento es la imagen de la película que se proyecta.

Los autocines en Norteamérica fueron producto de la época dorada automotriz. Fueron creados inicialmente a principios de los años treinta por un magnate de una compañía química de New Jersey. El culto por el automóvil, asociado con una idea de entretenimiento familiar, hizo que los autocines se multiplicaran rápidamente. Justo después de la Segunda Guerra Mundial, la cantidad de autocines se disparó, siendo los años cincuenta y sesenta el mejor momento para este negocio, con cerca de 4.000 espacios en el territorio norteamericano. En la medida en que el valor de las tierras cambió y las áreas rurales empezaron a conformar los suburbios de las grandes ciudades, la existencia de los autocines se puso en peligro, pues el área necesaria para un negocio como este era una completa desmesura y siendo rentable tan sólo en las noches. Con la llegada del televisor a color y los aparatos de video domésticos, el autocine fue despazado, convirtiéndose en un elemento curioso y atractivo para los adeptos del Americana.

Al asociar el Cadillac Eldorado con el legendario autocine norteamericano, busqué relacionar un elemento relevante dentro de la historia estadounidense que ha sido objeto de la comercialización y la nostalgia histórica superficial: el lento y difícil poblamiento en el lejano oeste (Wild West). La fascinación, mezclada con el desconocimiento, por estos extensos territorios trajo enormes ingresos a la industria norteamericana desde los años cuarenta hasta los setenta. Por lo general, los westerns presentan cómo la vida agreste y primitiva de sus habitantes se enfrenta a los cambios modernos ejercidos por la tecnología y lo social. Los indígenas, quienes en un principio ocuparon estas tierras, son usualmente vistos como salvajes agresivos, o como sumisos seguidores del hombre blanco. La imagen de la frontera mexicana —recuérdese que lo que hoy se conoce como los estados norteamericanos de California, Nuevo México y Texas fue un vasto territorio de México, del cual fue despojado por parte de Estados Unidos, luego de la guerra entre estos dos países a comienzos del siglo XIX— se presenta como un contexto generalmente apacible, donde sus habitantes acogen amablemente a los forasteros.

En la película de Hawks se hace referencia a un contexto de frontera, a través de meseras y músicos de una de las cantinas por donde deambulan los protagonistas. Hay un breve cruce de palabras en español, aunque esto es un matiz cinematográfico ridículo y sin mayor relevancia. Los estereotipos sobre lo latinoamericano o indígena abundan en la cultura visual popular norteamericana, y en general se trata de representaciones débilmente fabricadas. En este sentido, es intrigante cómo la cultura norteamericana continuamente absorbe elementos culturales foráneos, aunque son apropiaciones superficiales y en gran medida con una actitud kitsch. La versión de vaquero de John Wayne es sólo un remedo de un vaquero real. Aún así, es justa para la audiencia que la asimila. Como anota Gillo Dorfles: “If kitsch rivals reality while simultaneously imitating its effects, then the truth of kitsch exists in its realized fabrication” (Dorfles, 1968).

Como los westerns, con sus representaciones de una lejanía acercada por estudios de grabación y fachadas de pueblos inexistentes, la idea de un autocine es una propuesta kitsch, donde se mezcla la idea de campo abierto, la intimidad y el confort del habitáculo de un automóvil, y la proyección cinematográfica, todo en uno. Si bien la ilusión de profundidad de una sala de cine, su misma oscuridad (una cámara oscura) absorbe al espectador con la incandescente proyección y un sistema sonoro aislado del exterior, la idea del autocine no es propiamente competir con la sala de proyección, sino proporcionar una experiencia extravagante, donde se mezclen experiencias más allá de la película misma. Así como pasa con un gadget —típico artefacto kitsch—, se presentan alternativas que aunque ilógicas entre sí, permiten la fantasía personal.

El último elemento de este proyecto está compuesto por el poema Eldorado de Edgar Allan Poe, invertido, y una amplia lámina de espejo que lo proyecta correctamente en su reflejo. Esta es una interpretación personal sobre el ritual del ya bastante mencionado El Dorado. El espejo representa la laguna y el texto invertido de Poe alude a las interpretaciones europeas de un elemento cultural nunca aprehendido. En suma, el poema de Poe no presenta las arbitrariedades en la lectura simbólica de la película de Hawks o del Cadillac Eldorado. El poema es discreto y cumple con la fascinación romántica por realidades oscuras y solitarias. El Dorado no es propiamente un poema memorable, pero presenta un retrato no lejano de la efervescencia e incluso del delirio de un personaje como Raleigh. El propósito de esta pieza es entonces aludir tanto a la ilusión reveladora de una imagen especular (el poema es legible en tanto se lea a través del reflejo), como a la idea de que algunas cosas nunca llegan a ser enteramente tangibles; sólo queda el remedo que las representa.

N.C.

Este texto es una versión expandida del texto presentado como soporte teórico del proyecto de tesis Loosing (2007). Publicado en la revista CALLE14 (Universidad Distrital FJC. Bogotá, 2008)

Bibliografía:

· Barthes, Roland (2003). Mitologías. Buenos Aires/México: Siglo XXI.
· Castro, Ramiro (2002). Réplicas de Botero. En El Tiempo, sección Editorial-Opinión, 11 de febrero.
· Crimp, Douglas (1985). Sobre las ruinas del museo. En Hal Foster (ed.). La Posmodernidad. Barcelona: Kairós.
· Dorfles, Gillo (ed.) (1968). Kitsch: The World of Bad Taste. Nueva York: Universe Books.
· Museo del Oro (2004). Estampilla sobre la ceremonia de El Dorado. Disponible en http://www.banrep.gov.co/museo/esp/inf_2004abril.htm. Consultado el 20 de agosto de 2008.
· Naipaul, Vidiadhar Surajprasad (2003). The loss of El Dorado Nueva York: Vintage Books.
· Poe, Edgar Allan (1994). Complete Poems (Library of Classic Poets). Nueva York: Gramercy Books.
· Rodríguez Freyle, Juan (1926) [1635]. El Carnero: Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada. Bogotá: Ediciones Colombia.
· Wikipedia (s.f.). Cadillac Eldorado. Disponible en http://en.wikipedia.org/wiki/Cadillac_Eldorado. Consultado el 20 de agosto de 2008.